viernes, 28 de junio de 2013

Primer Premio del 2º Concurso de Relatos Cortos Cruz Roja

El Estigma  de  la  Pobreza

            Con el corazón encogido, José contempla la gran excavadora roja, que ha llegado al pequeño poblado del extrarradio de la capital. A la hora en punto anunciada en la orden de derribo se pone en marcha;  levanta la pala y de un solo golpe derriba sin piedad la vivienda que tanto trabajo les costó construir a él y a Dolores, la mujer que perdió por la imprudencia de un conductor borracho, sin carnet ni seguro.
En los escombros quedan multitud de recuerdos felices. Impresionado por la destrucción que tiene lugar ante sus ojos, no puede evitar que las lágrimas corran por su rostro Tiene cogidos de la mano a sus hijos Daniel e Isabel de cuatro y cinco años, éstos contemplan asombrados la escena. Cuando terminan las palas de echar los escombros en el camión entre nubes de polvo, solo queda un solar, que permitirá construir la autovía proyectada.
        Como no hay nada que retenga a José en la gran ciudad, coge la maleta que contiene las ropas de sus hijos y poco más y se dirige a la estación de autobuses que le llevará a él y a sus hijos al pueblo donde nació; lo tiene decidido desde que recibió la orden de derribo. Vuelve a sus orígenes con la esperanza de conseguir una vida mejor para él y sus hijos.
       Cuando arranca el autobús, su hija se acurruca sobre su hombro, poco después se queda dormida, al otro lado del pasillo, Daniel tiene pegada su frente a la ventanilla mirando como desfila el paisaje ante sus ojos. El tener José a sus hijos junto a él suaviza la angustia que recorre su cuerpo.
       Mientras pasan los kilómetros recuerda las privaciones que tuvieron que sufrir Dolores y él, para la construcción de su casita, la hicieron los fines de semana con la ayuda de compañeros del trabajo de José. Unos meses después estaba terminada. Dentro de ella eran muy felices, sobre todo con el nacimiento de sus dos hijos. La trágica muerte de Dolores, sumió a José en una gran depresión, la vida ya no le importa, piensa en el suicidio, solo abandona la idea al mirarse en los ojos de sus hijos, a los que se dedica en cuerpo y alma. La falta de trabajo le obliga a solicitar ayuda de los Servicios Sociales, para dar de comer a sus hijos. Para colmo, una nueva orden municipal, prohíbe las pequeñas viviendas en la zona donde tiene su casita. A pesar de luchar él y todos los vecinos por la derogación de la orden, tan solo consigue aplazar el derribo de su casita, pero no pueden impedir su derribo.
El traqueteo del autobús despierta a José, sus hijos están dormidos les puede el cansancio del viaje y el madrugón. El paisaje que contempla a través de la ventanilla lo reconoce, son lugares cercanos a su pueblo. Según va llegando siente la angustia de la aventura que va a iniciar, confía que alguno de los pocos familiares que quedan en el pueblo, le ayuden los primeros días hasta encontrar un trabajo que le permita mantener a sus hijos. Al parar el autobús en la plaza, los niños se despiertan, con los ojos semicerrados contemplan con extrañeza el lugar adonde han llegado.
Van descendiendo los viajeros, algunos son recibidos por sus familiares. José y sus hijos bajan los últimos, no les espera nadie. Pero alguien se acerca.
—Hola José —le dice mientras le golpea la espalda. — ¿No me conoces? Soy tu primo Damián.
—Hola Damián, no te reconocía, ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos.
Se abrazan emocionados por el encuentro. José se separa y le señala a sus hijos.
—Estos son: Daniel e Isabel
—Que guapos son. ¿A dónde vas? —le pregunta su primo.
—Voy al Ayuntamiento para que me digan donde puedo pasar la noche y si me pueden ofrecer algún trabajo.
—Lo primero está resuelto, vendrás a mi casa con mi mujer y mis tres hijos, tenemos sitio para todos —le dice Damián, sorprendiendo a  José por la oferta.
—Somos muchos, llévate a mis hijos y yo dormiré en cualquier parte —le propone José.
—Recuerda, que tu padre ayudó al mío cuando una epidemia arruinó nuestros campos, no teníamos ni para comer. Tu y yo éramos pequeños pero a mi no se me ha olvidado. Ahora que lo necesitas no te voy a abandonar.
       —Lo recuerdo, yo os llevaba el pan.
—Además llegas en el momento oportuno, hace unos días me he hecho cargo de la herencia que le  ha dejado a mi mujer un tío suyo, son cuatro fincas de maíz y necesito alguien que las trabaje; nadie mejor que tú para hacerlo.
—Ten por seguro que si me das ese trabajo no te arrepentirás, trabajaré día y noche.
 —De todo esto hablaremos luego, ahora veniros a mi casa, estaréis cansados del viaje y tendréis hambre.
De nuevo se abrazan los dos primos, José está muy emocionado ante la posibilidad de que se arreglen todos sus problemas, sobre todo pensando en sus hijos, que están agarrados a sus piernas escuchando la conversación de los dos hombres.
—Si no te importa, antes de ir a tu casa, mis hijos y yo tenemos que hacer una visita.
—No tardéis, os espero aquí para llevaros a mi casa. Déjame la maleta, si no la necesitas la guardo hasta que vuelvas.
         Camina José con sus dos hijos cogidos de la mano hacia el cercano cementerio, antes de llegar arranca unas pocas florecillas silvestres. Al entrar en el campo santo se dirige hacia la tumba de sus padres y su esposa; a sus hijos les explica que allí yacen los restos de sus abuelos y de su madre. Con las manos quita las malas yerbas que han crecido con el paso del tiempo y deposita sobre ella las flores que ha arrancado por el camino. Después de una emotiva plegaria, José vuelve al pueblo con el sol que va cayendo a su espalda, sus hijos van cogidos de la mano formando una figura patética llena de esperanza en el futuro.